¡Despierta, oh Sión, despierta! Vístete de fuerza. Ponte tus ropas hermosas, oh ciudad
santa de Jerusalén, porque ya no volverá a entrar por tus puertas la gente impura que no
teme a Dios. 2 Levántate del
polvo, oh Jerusalén, y siéntate en un lugar de honor. Quítate del cuello las cadenas de la
esclavitud, oh
hija cautiva de Sión. (Isaías 52:1-2 NTV)
Una vez que comprendemos que somos hijos de Dios, nos
daremos cuenta del gran potencial que hay en esa realidad, y lo primero que
ocurrirá es que sabremos que somos amados y libres de toda esclavitud. Quizá te
estarás preguntando ¿esclavitud en estos tiempos? ¡No existe tal cosa! La
realidad es que somos esclavos de temores, vergüenza, condenación, culpa, control,
y no somos conscientes de ello, sin embargo todas esas cosas nos atormentan,
nos esclavizan.
Te invito a imaginar la escena en la que Dios nos habla
las palabras que anteriormente cité de Isaías 52:1-2, trataré de describir una
escena que Dios ha puesto en mi corazón.
Imagina una persona tirada en el piso, inconsciente, llena
de polvo, sus ropas están gastadas, rotas y sucias, incluso está sangrando un
poco de los pies, sus rodillas están heridas y su rostro está golpeado. Trae cadenas
en el cuello, es un esclavo maltratado y herido, abandonado en medio de la
nada, sólo hay polvo.
Un hombre camina hacia la persona con paso firme, no titubea, va
directamente a encontrarse con él y al estar junto se inclina,
suavemente le retira el cabello que cubre su rostro, se conmueve profundamente,
trata de contener el llanto, pero unas lágrimas ruedan por sus mejillas. Traga
saliva y dice:
— ¡Despierta, oh mi hijo amado despierta! Levántate del
polvo, oh mi amado, quítate del cuello estas cadenas de esclavitud.
Abre sus ojos y reconoce a su padre, lo abraza con
fuerza y llora en su pecho. Lloran juntos y le dice:
— Ponte tus ropas hermosas mi hijo amado, vístete de poder,
eres mi hijo y yo soy el Rey, olvídate de la esclavitud. De mi cuenta corre que
nunca más entrará a tu vida gente impura que no tiene temor de mí, yo soy el
Rey.
— Pero me perdí y te fallé, —responde la persona— ahora estoy
aquí y tú me has encontrado, no soy digno.
— Eres mi hijo, eres para mí hermoso y valioso, no importa
nada de tu pasado, sólo sé que te encontré y quiero darte todo lo que es mío
para que los disfrutes. Siéntate en tu lugar de honor, el que te corresponde
por ser mi hijo. No luches más, sólo siéntate y descansa en mi poder.
No puedo evitar algunas lágrimas salir de mis ojos al
escribir estas palabras, es el amor de Dios trayendo libertad a nuestros
corazones. Si en algún momento te tocó ver o vivir el encuentro de un papá con
su hijo y el abrazo profundo que se rodea de lágrimas, podrás entender esta
escena. Solamente te recuerdo que el encuentro de un hijo perdido con el Padre
(Dios) es mucho más profundo, real y liberador.
Dios te dice:
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